miércoles, 19 de abril de 2017

V(ida).

Una tarde fría en la que sólo quieres mirar al interior de la bufanda y encogerte más y mas dentro del abrigo lo ves. Parece que, agotado de perseguir mariposas de aquí para allá haya decidido simplemente tumbarse en la escasa y descuidada hierba del jardín de unas oficinas sin nombre, identidad ni sentido. Te paras a observarlo y caes en lo evidente. El animalito no se mueve acompasado por su respiración. No reacciona a que te acerques. Lamentas por lo bajo y sigues andando, y cuando te pones a pensar que vas a tener que pasa por ahí cada día lamentas más aún.
Día a día lo sigues viendo allí, en medio de la nada, como si estuviese sumido en un plácido sueño. Poco a poco vas viendo que la carne bajo su piel y su pelo va mermando, y va perdiendo ese aspecto de cachorro apacible. Maldices de nuevo a los amos de aquel terreno, y piensas que si no ha sido invisible a tus ojos tampoco lo habrá sido a los suyos, malditos capullos. Quiten de en medio a la pobre criatura.
A partir de ese día decides desviar la vista de ese lugar al pasar por allí, y automatizas es acto en poco tiempo.
Un día de los que el termómetro empieza a aflojar y el verde se ve más verde, tus ojos se desvían a una zona mucho más verde del terreno. Con hierba más alta y más bonita, y de la que incluso empiezan a salir flores. Te paras. Y sonríes.
Y piensas que de haber quitado esos capullos ese cuerpecito de ahí, se estaría pudriendo en cualquier contenedor. Que por su despiste hay una zona de su dejado jardín con mucha más vida que el resto. Que la vida no se destruye, se transforma.
Y qué coño, juro que prefiero un árbol creciendo grande y fuerte de mis entrañas a mil extraños besando una lápida.