martes, 29 de octubre de 2013

E.

Y me veo tan reflejada en ella, tan pequeñita, tan bonita, tan dulce, tan buena. Y tan rota. Y sé que son cosas que pasan, que lo superará tarde o temprano, que no va a estar sola, porque me niego a que eso pase. Porque ninguna de las dos estará nunca sola mientras esté la otra, y ambas lo sabemos.

Y recuerdo que yo en cambio, te tengo a ti. Y pienso en el futuro y en lo que puede pasar. Y en que quizás un día la situación sea la opuesta. Y entonces me vengo abajo y me da tanto miedo todo que en momentos de irracionalidad pienso que es mejor no iniciar nada para así no tener que terminarlo nunca.

Porque el que no arriesga no gana. Pero tampoco pierde.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Charlotte. [II]

La fina lluvía caía plomiza sobre el agrietado asfalto de aquella ancha calle sin aceras, volviendo aún mas gris el día. El mundo parecía una extraña tragicomedia en blanco y negro. No podía evitar pensar en que todo lo que me había llevado hasta ese momento no era más que una conjunción de los astros para torturarme. Se habían llevado mi luz para siempre, mi meta y mis ansias de vivir. Sólo una pequeña cosa me mantenía en esa extraña, inerte y monótona rutina, sólo algo muy pequeño y a la vez enorme conseguía darle un mínimo tono al descolorido de mis rotos. Probablemente si no hubiera sentido el calor que desprendía su mano, el vaho saliendo de su boca en cada suspiro y sus rizos ondeando bajo la capucha a cada paso, me habría pegado un tiro allí mismo. Así el asfalto no sería tan gris.

Charlotte saltó sobre un charco y el agua chapoteó hasta su abriguito rojo. Rió sonoramente. Al alzar la cara para mirarme sus ojos oscuros brillaban con la alegría de los cinco años y la despreocupación de la infancia. Hacía ya rato que se le había caído la capucha, y los húmedos rizos enmarcaban sus perfectos rasgos. No pude menos que sonreír.

Había dejado de llover. Un tímido sol asomaba entre nubes grises y blancas, dañando a la vista. El asfalto comenzó a secarse y los charcos a hacerse más atractivos para la pequeña. Seguimos caminando en silencio, pensativa yo e incontrolable ella, hasta que se hartó de empaparse. Miró hacia adelante. Un señor de unos cincuenta años con una gabardina oscura y sombrero calado hasta las orejas avanzaba delante de nosotras, arrastrando los pies, la cabeza baja, los hombros caídos. No tenía pinta de ser muy feliz. Sentí empatía hacia él. Charlotte lo miró largo rato, curiosa, sin parar de caminar.

- Ese señor parece cansado.
- Yo diría que está un poco triste, Charlotte.
- Sí. ¿Y sabes por qué? A ese señor se le caen las pisadas, mamá.

Charlotte señaló con el dedo el asfalto seco, tan sólo oscurecido por las huellas de las toscas botas del caminante que, ajeno a nosotras, vagaba hacia sus interiores olvidando la historia de sus pisadas.